En mis recorridos por la provincia granadina he visto sorprendentes imágenes, pero las que se me quedaron impregnadas en mi retina, fueron aquellas rocas cubiertas de seroja de roble y de musgo, a la orilla del río, donde habían florecido las aleluyas.


Por sus hojas, recuerdan las aleluyas a los tréboles, pero sus flores, son completamente distintas pues tienen cinco pétalos blancos llenos de nervaduras malvas que parecen huellas dactilares, o las señales para indicar dónde aterrizar a unos insectos que siempre son los mismos, dos o tres dentro de cada flor, diminutos y un poco verdes y un poco transparentes, siempre de la misma especie como si sólo ellos vieran desde el cielo estos dibujos de nervaduras malvas en los dedos blancos que son los pétalos de la aleluya.

 

También hay narcisos y prímulas y violetas silvestres florecidas, pero todas se detienen en seco en la linde que señala, como marcado a fuego, el lugar donde comienza la plantación de eucaliptos, esa jaula de madera, esos árboles que son barrotes, a dos pasos de la orilla.